En este Día Internacional de la Mujer, es inevitable enfrentar una paradoja que la historia nos ha dejado como herencia: la democracia, ese sistema de gobierno que se precia de ser inclusivo, ha sido, desde su nacimiento, un espacio de exclusión para la mitad de la humanidad. Desde la Atenas clásica hasta el Perú contemporáneo, la lucha de las mujeres por su reconocimiento en la esfera política ha sido larga, áspera y, en muchos casos, teñida de sangre.
Democracia sin mujeres: un oxímoron que duró siglos
Corría el año 508 a.C. cuando Atenas instauró lo que la historia denominó la primera democracia. Un sistema en el que el demos (el pueblo) decidía su destino… con una pequeña letra chica: "pueblo" solo significaba varones ciudadanos. Las mujeres quedaban relegadas a la sombra del oikos, su papel reducido a la administración del hogar y la perpetuación de la estirpe.
Aristóteles, en su infinita capacidad de argumentar la exclusión con una naturalidad casi insultante, aseguraba que las mujeres no poseían la racionalidad suficiente para la vida política. Y así, sin cuestionamientos de peso, esta premisa se convirtió en dogma durante casi dos milenios.
El siglo XVIII trajo consigo las revoluciones democráticas, y con ellas, una vez más, el espejismo de la igualdad. Libertad, igualdad, fraternidad... pero solo entre hombres. En 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano omitió con precisión quirúrgica a las mujeres, lo que llevó a Olympe de Gouges a redactar su propia declaración en 1791. Su audacia le costó la cabeza, un recordatorio de que el progreso no siempre es bien recibido.
Sufragio femenino: la larga espera
El siglo XIX fue testigo del despertar sufragista. En 1848, la Convención de Seneca Falls encendió la chispa en Estados Unidos con su Declaración de Sentimientos. El camino, sin embargo, sería lento y tortuoso. Nueva Zelanda rompió la inercia en 1893, convirtiéndose en el primer país en conceder el voto a las mujeres. En Europa, Finlandia (1906) y Noruega (1913) siguieron su ejemplo, mientras que en el Reino Unido y EE.UU. la resistencia fue feroz.
Las sufragistas británicas, lideradas por Emmeline Pankhurst, enfrentaron violencia, arrestos y un desprecio sistemático. Emily Davison pagó con su vida al arrojarse frente al caballo del rey Jorge V en 1913. Finalmente, en 1918, el Reino Unido cedió parcialmente, permitiendo el voto a mujeres mayores de 30 años, reduciendo el umbral a los 21 en 1928. EE.UU. aprobó la Decimonovena Enmienda en 1920.
América Latina y el voto femenino: avances y postergaciones
En América Latina, la conquista del sufragio femenino fue un mosaico desigual. Ecuador dio el primer paso en 1929, seguido por Brasil y Uruguay en 1932. En Argentina, la lucha se prolongó hasta 1947, con la innegable presión de Eva Perón. México (1953) y Colombia (1954) se sumaron al cambio, mientras que Paraguay se rezagó hasta 1961.
Un dato elocuente: en más de la mitad de los países de la región, las mujeres no pudieron votar hasta después de 1945. La democracia, una vez más, avanzaba a cuenta gotas cuando se trataba de reconocer la igualdad real.
Perú: una historia de avances tardíos y exclusiones
El caso peruano refleja una lucha fragmentada y con avances intermitentes. María Jesús Alvarado Rivera, pionera del feminismo peruano, fundó en 1914 "Evolución Femenina", un espacio que impulsó las primeras demandas por derechos políticos. Sin embargo, los gobiernos de turno se mostraron poco entusiastas.
Durante el oncenio de Leguía (1919-1930), se presentaron los primeros proyectos para reconocer derechos políticos a las mujeres, todos sin éxito. En 1933, la Constitución reconoció el voto femenino... pero solo a nivel municipal y con restricciones absurdas: solo podían votar mujeres alfabetizadas y casadas mayores de 21 años o solteras mayores de 25.
El verdadero cambio llegó en 1955, con la Ley N.° 12391, promulgada durante el gobierno de Odría. Por primera vez, las mujeres peruanas pudieron votar en elecciones nacionales, y en 1956 se eligieron las primeras congresistas.
No obstante, la historia reservaba un último obstáculo: hasta 1979, las personas analfabetas (es decir, la mayoría de mujeres indígenas y campesinas) seguían excluidas del derecho al voto. Solo con la Constitución de 1979 el sufragio se universalizó.
Del voto a la representación: la lucha inacabada
Si bien el sufragio fue una conquista fundamental, quedó claro que la simple posibilidad de votar no garantizaba la participación equitativa. En Perú, la Ley de Cuotas de Género de 1997 estableció un mínimo de 30% de mujeres en listas electorales, cifra que subió al 40% en 2020. Desde 2021, se implementó la paridad y alternancia en elecciones municipales y regionales.
Aun así, las cifras dejan un sinsabor:
- Solo 47 de los 130 congresistas son mujeres (36.2%)
- Apenas 7 de 196 alcaldes provinciales son mujeres (3.6%)
- Solo 90 de 1,694 alcaldes distritales son mujeres (5.3%)
A esto se suma un problema estructural: la violencia política de género. Según el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, el 69% de las candidatas y autoridades femeninas ha sufrido acoso o violencia política en el ejercicio de su cargo.
8 de marzo: entre la memoria y el futuro
Cada 8 de marzo, las calles se llenan de proclamas, pancartas y discursos que recuerdan que la igualdad no es una concesión, sino una conquista. La historia nos ha demostrado que la democracia sin mujeres es una ficción conveniente para el statu quo, y que cada derecho adquirido fue arrancado con esfuerzo y resistencia.
Atenas nació llamándose democrática mientras negaba a la mitad de su población el derecho a ser parte del ágora. Siglos después, la democracia sigue enfrentando ese dilema: o es para todos, o no lo es en absoluto.
Democracia a medias: una deuda histórica
La historia nos ha demostrado que una democracia que margina a la mitad de su población es, en el fondo, una democracia incompleta. La inclusión de las mujeres en la vida política no ha sido un regalo ni una concesión de los poderosos, sino el resultado de siglos de lucha, de enfrentamientos contra estructuras que, desde sus cimientos, fueron diseñadas para excluirlas.
Los avances son innegables, pero aún queda camino por recorrer. No basta con alcanzar la paridad numérica si las reglas del juego siguen beneficiando a unos pocos. Mientras las estructuras económicas, la cultura política y la distribución desigual de las responsabilidades familiares sigan operando en su contra, la participación femenina seguirá siendo limitada, simbólica en muchos casos.
Construir una democracia verdaderamente inclusiva no es una tarea exclusiva de las mujeres, es un compromiso de toda la sociedad. No se trata solo de justicia, sino de fortalecer nuestras instituciones, de hacerlas más representativas, legítimas y, en definitiva, más democráticas.
Este 8 de marzo, no solo recordamos a las grandes figuras que hicieron historia, sino también a esas millones de mujeres anónimas que, día tras día, continúan abriendo camino en un mundo que, aún hoy, sigue poniéndoles obstáculos para ocupar los espacios que les pertenecen.
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